CONTRA LOS POETAS
“Me encontré, pues, cara a cara con el siguiente dilema: miles de hombres hacen versos; otros miles les demuestran gran admiración; grandes genios se expresan por medio del verso; desde tiempos inmemoriales el poeta y los versos son venerados; y frente a esa montaña de gloria: yo, con mi convicción de que la misa poética se efectúa en el vacío casi completo.”
CONTRA LOS POETAS
de Alejandro Zambra
A los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han publicado
poemas en revistas y antologías, han participado en talleres, han escrito
artículos para anuarios escolares y quizá han concedido una o dos
precoces entrevistas. Ya tienen listos sus primeros libros, que están a
punto de aparecer en editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por
ahora eso no importa. Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los
gerundios, de los signos de exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente
Huidobro, a Delmira Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los
unos a los otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas.
A los veinticinco años ya han renegado de esos primeros poemas, que
consideran lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la madurez
como poetas, que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. El
segundo libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero indudablemente
es mejor que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz propia y mientras
tanto planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero nadie quiere
escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en
crítico literario.
A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos
en antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido excluidos de otras
tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por momentos escriben
solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas exclusiones. Han
publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado dos editoriales y
cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se afirma que han
participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y que sus libros
han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les han traducido
solamente un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya es mérito
suficiente.
Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando los
presentan como poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que aconsejan a sus
alumnos que eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que declaren la
guerra a los puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les inculcan la
suprema libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante larga de
palabras: vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo, ocaso, alma,
espíritu, corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y de
logopoeia, pero se enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas de
dieciséis años y las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto una
foto de Alejandra Pizarnik.
A los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como poetas
jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez
irreversible. Los poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la
gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener
cuarenta años. De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto
inofensivos. Es más fácil incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los
recitales y aplaudirlos sin énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras,
verdaderos fracasados.
Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando,
señales equívocas. A los
cincuenta, a los sesenta, a los setenta años los poetas ganarán dos o tres
premios menores; tímidos estudiantes de pregrado y quizás alguna bella doctora
norteamericana analizarán sus libros, que tal vez serán traducidos al francés,
al alemán, al griego o al menos al argentino. Por lo demás, siempre habrá
alguna editorial emergente interesada en rescatarlos del olvido.
Da
lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de un premio, de una
pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur, lo que sea.
Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes
ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo les pregunta
para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista. Ellos
suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía salvará
al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y
aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón.
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